Poder decir adiós es crecer…
Hay muchas maneras de enfrentarse a un adiós.
Los adioses que debo dar en mi trabajo,
inexplicables, como a Igor.
anunciados, como Matute.
dolorosos, como Mahui.
y que te sacuden el orgullo, la carrera y la omnipotencia.
Los adioses que debo dar en mi vida,
como a mi abuelo,
que no por formar parte de la ley de la vida, es menos inconcebible.
Ese tipo de adiós tienen lo terrible de lo definitivo. ¿En serio no podemos volver a hablar?
Los adioses que damos por amor…propio.
“Gracias, pero ya no más”
Los adioses que damos sin darnos cuenta.
“Cuándo fue la última vez…?” Y no nos acordamos.
Los adioses que sabemos que vamos a tener que dar, y ya duelen desde años antes, como cuando miramos a un cachorrito.
Los adioses que no damos, por cobardía.
Los que damos por otros.
Los que evitamos, y damos mucho tiempo después.
Los esperados, los obvios, los que ya ni nos acordamos.
Los que te dejan prepararte
Los que llegan sin avisar.
Los que no diste pero ya pasaron.
Incluso los adioses que damos con alegría.
Los adioses tienen demasiados tintes.
Pero hay un par de cosas que son constantes:
Llegan. Los adioses llegan, no sabemos de dónde ni de quién ni cuándo.
Y se van. Dejando atrás a un mundo distinto.
Lo que nos queda es todo lo que está antes, en el medio y después. El adiós dura un segundo. Lo que en realidad jode es todo el resto.
No digo que haya que vivir cortando clavos por si hay que despedirse de un segundo al otro.
Hay que vivir, y ya. Porque cuando el adiós llega, se va, y el mundo queda cambiado, y no se puede volver atrás.
“Quedabas esperando ecos que no volverán
flotando entre rechazos
del mismo dolor
vendrá un nuevo amanecer”