En segundo año de la facultad, apareció en mi casa un perrito. Entró como diciendo “¿vivís sola? Necesito casita”. Y así conocí a mi alma gemela perruna. “Nometoques”; “Nome” para quienes lo amamos. Estuvo conmigo toda mi carrera, mi recibida, nuestra mudanza al sur, y la fundación de nuestra clínica. En septiembre de 2020, como tarea de un posgrado de ecografía, lo revisé con el ecógrafo. Descubrí un tumor. Hice todo lo que pude, y supe que era un tumor de los malos. Malísimo.

El 25 de noviembre de ese año, despedí a Nome, a upa mío, en casa. Con el corazón roto, tardé meses en reconstruirme. Y cuando lo hice, tuve que averiguar por qué. Por qué me había pasado a mí. Por qué a él. Por qué no lo había visto. ¿Pude haber hecho algo? ¿Esto le pasó a otro paciente, sin que yo me diera cuenta? Y buscando, buscando, me topé con un tema del que nunca había sabido nada: NUTRICIÓN. Nunca me había cuestionado ser una profesional que recomendaba ultraprocesados. ¿Era eso lo que había fallado? No lo sé. Cuanto más estudio, más creo que sí. Por las dudas, nunca más. Nome me cambió la vida cuando llegó, y le dio un giro irreversible cuando se fue.